Llegaba a St. Andrews con ganas de comerse el mundo, con ánimos renovados después de meses de incertidumbre. Así es como aparecía Tiger Woods en la rueda de prensa previa al comienzo del The Open Championship 2015. Daba la sensación de ser otro golfista, con mucha más energía que hacía apenas unas semanas, cuando marcaba la peor actuación como profesional de toda su carrera en el Memorial Tournament.
Los medios de comunicación le dieron un voto de confianza durante el British… pero resultó en balde. El jugador norteamericano, el 14 veces ganador de Majors, no pasaba el corte por segundo Grande consecutivo, un hecho que no se había producido hasta la fecha en toda su trayectoria.
El californiano finalizaba las dos rondas con 76 y 75 golpes respectivamente, lo que le condujeron al +7 global y a ocupar una de las últimas posiciones sobre la hierba del Old Course de St. Andrews, el santuario de golf que le había visto reinar en dos ocasiones -2000 y 2005- y que ahora era testigo de la decadencia del Tigre.
Hace 7 años ya desde su último torneo importante –US Open, 2008-, sus días de gloria se han ido, pero lo más grave es que también lo ha hecho su aura. Ésa que tantas veces le rodeaba de invencibilidad y que ahora lo ha dejado desnudo, desprotegido de los vaivenes de sus rivales.
Woods llegó a pensar hace una década que era indestructible, que nadie podría hacerle sombra mientras tuviera fuerzas para seguir compitiendo al más alto nivel. Pero entonces comenzó a darse cuenta de que sus piernas ya no corrían igual, de que sus brazos no golpeaban como hacía unos años, de que su espalda estaba empezando a crearle algunos problemas. Para contrarrestarlo intentó mejorar el swing, ese contoneo tan característico que le convirtió en uno de los más grandes de la historia. Y comenzó su decadencia.
Contratar entrenadores, despedir entrenadores y cambiar el swing fue lo único que hizo Tiger desde entonces, algo que le repercutió en su juego, como afirma el ex capitán del equipo estadounidense de la Ryder Cup Paul Azinger: “Todo el mundo quería tener el swing de Tiger. Todos menos el propio Tiger”.
Y llegaron los malos resultados, las decepciones, los récords negativos. Pero hace un par de semanas un halo de esperanza se instaló en los ojos del jugador de 39 años. “En el Greenbrier he golpeado como no lo había hecho en los dos últimos años”, reconoció el propio Tiger. Pero fue insuficiente. Cuando Tiger es feliz ocupando la posición 37 en un torneo es que algo no marcha bien. Fue a St. Andrews como el número 241 del mundo y, tras no superar el corte, se marcha siendo el 258.
Puede que esta semana le haya pasado factura a su moral. Necesitará la compañía y el consejo de sus seres queridos, pero el mundo del golf se va haciendo cada vez más a la idea de que no volverá a ver al gran Tiger, sino a una sombra de sí mismo.