(Toni Tomás-Agencia EFE).- Los enamorados y los detractores del golf, en ambos casos contados a millares, por fin van a converger gracias a un deportista singular y universal, el guipuzcoano José María Olazábal, que recibirá en Oviedo el premio Príncipe de Asturias de los Deportes 2013.
Para los primeros, es decir, para aquellos que aman al golf con todas sus fuerzas, Olazábal es un ejemplo vivo de los valores que resumen esta actividad deportiva, surgida entre los vientos de las costas escocesas y, en la actualidad, llevada a todos los continentes.
En cuanto a los detractores del golf, que solo ven en él un juego fútil, simple y arrimado a la opulencia, el premio otorgado a Olazábal abre en su diccionario un paréntesis inexcusable, un capítulo veraz, en su visión reduccionista del deporte.
Lo primero y principal que hay que decir de José Mari Olazábal es que aún hoy, a sus 47 años, su pasión más encendida es agarrar un palo y enviar la bola de golf al lugar que ha elegido previamente. Una y otra vez. Sin descanso ante el fallo.
La ecuación parece simple. Sin embargo, resume el tiempo y el esfuerzo infinito que este vasco de origen humilde ha empleado en perfeccionar esa práctica al aire libre, hasta configurarse como uno de los mejores del mundo.
Tiger Woods, el deportista mejor remunerado del planeta, llamó por teléfono un buen día a José Mari Olazábal para preguntarle cuál era su secreto para manejar con tanta precisión los hierros, que son los palos con los que el golfista intenta acercar la bola al hoyo lo más posible antes de rematar con el ‘putter’.
Para el mejor del mundo, Olazábal poseía el secreto indescifrable de la precisión. Y ese es el idilio, la quintaesencia del amor por el golf de este deportista nacido en Hondarribia.
Señala el Jurado de los Premios que Olazábal es «digno sucesor del espíritu del mítico Severiano Ballesteros», y por esa línea siempre intentó Olazábal llevar sus pasos en el complejo ámbito de la elite del golf.
El jugador vasco es conocido en el mundo entero por ser capaz, en competición, de conducir la diminuta bola de golf casi al lugar exacto que su mente dibuja.
Así ganó dos Masters de Augusta, una de las catedrales del golf. Igualmente, desempeñó un papel decisivo en cuantas Ryder Cup disputó y, en 2012, en esta misma mítica competición, halló en su interior una capacidad de liderazgo como capitán que nunca entrenó ni intuyó.
Al igual que su amigo Ballesteros, su figura reside para siempre en el Salón de la Fama del golf.
De Olazábal, en cambio, permanecían ocultas otras cualidades que este Premio de los Deportes ha rescatado de las sombras que proyectan los méritos deportivos.
Gracias a este premio recordamos cómo se sobrepuso Olazábal a los ataques crónicos de artritis reumatoide, que le acercaron a la soledad de la silla de ruedas, o cuántas fueron las ofertas tentadoras que rechazó por su fidelidad a contratos firmados en el ámbito de la publicidad.
También es ahora tangible el enorme sacrificio que derrochó por mantenerse en la elite cuando alcanzaba los 40 años, bajo los métodos y consejos de los mejores ‘gurús’ del golf.
Olazábal nunca pensó que era el mejor, porque la trayectoria errónea de alguna bola siempre le recordaba dónde estaba el suelo y cuál era su pasión encendida: la precisión.
El vuelo de la bola nunca dejó salir a Olazábal del terreno de la verdad, de la autenticidad de las cosas cotidianas. Incluso, cuando le notificaron que se convertiría en el segundo golfista en la larga lista de premiados del ‘Príncipe de Asturias’, Olazábal retrocedió a sus etapas de lesiones con dolor insoportable, a la soledad del deportista aniquilado.
Metido en ese trance, José Mari se acordó de la mujer que, nominada al premio, más había sufrido entre los sufridores: Teresa Perales.
Olazábal dijo de ella que representaba la quintaesencia de la superación. Él es el extracto del amor al golf.