Si os fijáis en los hierros que usan los profesionales, en la tele o en un campo de golf, comprobaréis que las caras son endiabladamente estrechas, comparadas con las que usamos los ‘amateurs’ de hándicap alto, medio y hasta bajo. Esto es así porque ellos, los ‘pros’, habitan en el mundo del control. Tienen un ‘swing’ consistente y siempre trabajan sobre el vuelo de la bola: que si con ligero ‘draw’, que si mejor al ‘fade’; o bola baja si hace viento o con efecto de retroceso si conviene no pasarse el ‘green’.
Ese es su mundo. El nuestro es otro. Por eso sus hierros son del tipo llamado ‘blade’ (en inglés, cuchilla): suela más estrecha, cara más pequeña y con un punto dulce más pequeño.
Este tipo de palos transmiten exactamente el ‘swing’, para lo bueno y también para lo malo, porque tienen muy poco margen de error.
El apoderado de José María Olazábal me enseñó una mañana en Valderrama, antes de salir a disputar una vuelta del Volvo Masters, uno de sus hierros. En aquella estrecha cara había impresa una solo huella, del tamaño de una moneda de un euro, justo en el centro de la cara. La bola siempre golpeaba en el mismo sitio, por eso que alrededor de aquella huella el palo estaba intacto. Puro control.
En el otro hemisferio estamos los ‘amateur’. En el hemisferio del perdón. Nuestros hierros poseen una cavidad posterior o ‘cavity backs’.
Técnicamente estos palos se definen como de suela ancha, con una cavidad posterior que reparte el peso de la cabeza por el perímetro (especialmente en la punta y el talón). Esto genera que la inercia continúe a pesar de que no se haya golpeado en el centro de la cara del palo.
Aunque el impacto no sea perfecto, la bola saldrá así más recta y más alta que con unos ‘blade’. Por el contrario, se pierde maniobrabilidad, aunque serán más fiables para ganarles las cervezas apostadas a nuestros compañeros de partido. Y esto último siempre resulta muy satisfactorio.